Seguime en Instagram @maria.bernatene

OJALÁ SE INCENDIE ALGO

Cada tanto repaso una escena particular, puede que todavía esté intentando descifrarla. Recuerdo, además del escaso diálogo que se abría lugar en esa noche en pausa, todo lo que no se decía. Todo lo que ocurría en el aire cuando el que hablaba era el silencio. El suyo, específicamente. Me desarmo reviviendo una y otra vez las palabras que dijo, las que podría haber dicho, las que eligió callar, las que formaba con su propio pensamiento que era tan potente que me resultaba audible.

Hablar me parecía injusto, romper con esa esfera de quietud que habíamos armado en medio del sofocante calor de agosto. No nos movíamos para que la temperatura no se adueñase de nuestros cuerpos y nos derritiera. Pero, sobre todo, no nos movíamos porque el momento era perfecto y temíamos echarlo a perder con algo tan chiquito y potente como una caricia o una palabra.

Al principio mirábamos hacia algún punto fijo de la calle, los autos aparcados, la basura en los cestos, las veredas vacías. Pero en un momento traicioné esa soledad compartida, giré mi rostro y vi el suyo de perfil. Pacífico. Sus párpados subían y bajaban con una precisión felina para no atentar contra la calma. De haber sido posible, lo hubiese colocado en mis manos como si fuera una bola de algodón para acobijarlo y resguardarlo. Para mantenerlo a salvo del mundo sonoro en el que deambulamos sin poder arrancarle al ruido una sola cuota de ilusión.

—Ojalá se incendie algo. —soltó y el aire pareció arremolinarse y caer como caen los castillos de cartas frente a un golpe limpio.

—Yo, yo estoy ardiendo. —dije visiblemente entregada a lo que quisiera hacer conmigo.

—Ya, pero me refiero a fuego de verdad. Me gusta ver el fuego, salir sin saber si vuelvo, tragar el humo hasta perderme.

No importa cuántas veces lo cuente o lo reviva. Todavía se me comprime el pecho al pensar que estuve más de dos horas sentada en un balcón de cara a la versión nocturna de Córdoba, Andalucía; con una persona que acababa de conocer, libros, malvones que crecían de a puñados en las macetas que colgaban de las barandas de madera que nos contenían, una bolsa de higos dulces como el veneno. El veneno de haber estado adentro de esa boca. Una boca sin palabras.

Pero justamente eso, la ausencia, es lo que me llamó la atención. Me descubrí capaz de llenar esa ausencia con lo que fuera y la poblé de posibilidades. De ideas que valoro y me importan, de las causas que defiendo, de un pasado que observo con actitud maternal, de una herida que creo poder sanar como si estuviese provista de algún magnífico don. Yo lo miraba y veía todo eso, completaba la imagen. Él solo estaba ahí.

—¿Vas a escribir sobre mi? —me preguntó con esos ojos verdes de belleza insultante y con la luz de la calle reflejándose en las partes más lindas de su cara. 

—Probablemente. —respondí queriendo crear alguna suerte de misterio cuando en realidad ya sabía que me estaba provocando cosas que no podría ignorar nunca más. ¿Cómo se ignora lo que se conoce? ¿Cuánto puede un diálogo tan escueto? Se ha repetido en sinfín desde aquel día hasta este, a lo mejor, para no morir. Se repite, pero no se supera porque queda solo un eco, no hay materia viva que lo contenga más que estas ganas de repasarlo.

—¿Y de qué hablarás cuando lo hagas?

Te respondo ahora, a distancia y a destiempo. Ahora que no me repasas a diario como yo lo hago. Te respondo como vos lo harías porque adoptarte en mi propia voz es lo poco que me queda. Es por esto que dejo correr el agua, los días, los escalones temporales y te cuento: ¿De qué hablaré cuando lo haga? De tu silencio, de la falta de ensamble, de tus ganas de arder y mi ardor. De nuestros deseos convexos que parecen no encajar de ninguna forma, a pesar de ser compatibles. Hablaré de todo, de lo que pudimos ser y no fuimos.

Mi carrito